Al cruzar el zigzagueante río, alcanzo a percibir la casa que se yergue sobre la montaña.
Los árboles aun (con tilde) velan las persianas desvencijadas.
La puerta de entrada ha perdido algunas porciones y solamente un poco de alambre asegura lo que el tiempo ha violado sin compasión.
Los escalones, cubiertos de malezas insensibles, conservan cierta distinción de lo que fue esa entrada en sus años mozos.
En el muro, un cartel enlozado, un poco enmohecido, recuerda: “No se reciben enfermos”.
En ese momento de zozobra, vienen a mi mente las imágenes de no sé qué recuerdo de esa época en que la tuberculosis, esa larga convalecencia de los pechos consumidos por la fiebre y por los espasmos de la tos, reinaba en esos caseríos.
Mi mano en el bolsillo aprieta la llave y, en un arrebato de coraje, me acerco a la puerta y la abro.
El vacío se agranda por la ausencia de muebles, a un costado se halla la estufa de piedras y, sobre la viga de madera que la corona, veintidós cuadros deshilachados.
En uno, se puede ver la silueta de un ciervo, al que le dio el impacto de una bala y, detrás, la manada que huye desasosegada.
Una ráfaga de escenas se agolpa en mi mente y me transporta a la niñez, cuando con mis hermanos, nos creíamos dueños del bosque.
Cierro los ojos y fluyen los recuerdos de un viaje que han quedado grabados, atravesados en mi memoria.