I. Al cruzar el zigzagueante rio, alcanzo a divisar...

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  • Al cruzar el zigzagueante río, alcanzo a percibir la casa que se yergue sobre la montaña.
  • Los árboles aun (con tilde) velan las persianas desvencijadas.
  • La puerta de entrada ha perdido algunas porciones y solamente un poco de alambre asegura lo que el tiempo ha violado sin compasión.
  • Los escalones, cubiertos de malezas insensibles, conservan cierta distinción de lo que fue esa entrada en sus años mozos.
  • En el muro, un cartel enlozado, un poco enmohecido, recuerda: “No se reciben enfermos”.
  • En ese momento de zozobra, vienen a mi mente las imágenes de no sé qué recuerdo de esa época en que la tuberculosis, esa larga convalecencia de los pechos consumidos por la fiebre y por los espasmos de la tos, reinaba en esos caseríos.
  • Mi mano en el bolsillo aprieta la llave y, en un arrebato de coraje, me acerco a la puerta y la abro.
  • El vacío se agranda por la ausencia de muebles, a un costado se halla la estufa de piedras y, sobre la viga de madera que la corona, veintidós cuadros deshilachados.
  • En uno, se puede ver la silueta de un ciervo, al que le dio el impacto de una bala y, detrás, la manada que huye desasosegada.
  • Una ráfaga de escenas se agolpa en mi mente y me transporta a la niñez, cuando con mis hermanos, nos creíamos dueños del bosque.
  • Cierro los ojos y fluyen los recuerdos de un viaje que han quedado grabados, atravesados en mi memoria.